28 de octubre de 2007

Hot Dog Ciempiés Meets Camperos

Queridos todos y todas, el Hot Dog Ciempiés se desplaza a esta dirección de youtube: http://www.youtube.com/watch?v=0xAU3AQyvAo. En este espacio hemos logrado mejorar la calidad del vídeo, y estamos intentando que este milagro de la ciencia alcance cuotas de máxima notoriedad, así que os invito a que lo difundáis a vuestros amiguitos y amiguitas. Por favor, si deseáis recibir información pormenorizada sobre este hallazgo, consultad antes con vuestro psicoanalista particular.

27 de octubre de 2007

Trilogía de hormigón más una: Una mirada


"Me detengo en las miradas, me escapo detrás..." (M. García)
Foto tomada en una mañana de agosto en un viaje de Berlín a Praga

26 de octubre de 2007

Trilogía de hormigón más una: Una llamada

Justo en aquel momento sonó el teléfono. Virginia. Quería verme, o lo que era lo mismo, quería desahogar toda su presión en mí, o lo que se interpretaba también como una tarde salvaje de sexo. Acepté sin ningún reproche. Me gustaban aquellos encuentros. Desnudos, piel contra piel, hablábamos sobre utopías y problemas existenciales. A ella le gustaba follar conmigo y a mí me encantaba su ombligo. Sus pies, redondos y pequeños, eran cepillos de dientes en sus puntas. Su vagina era débil y delicada, lo que hacia del coito una mezcla amarga y placentera. La maraña de su pelo se enredaba en mi mano, primero por la cabeza, suave, descendían mis dedos hasta sus diminutos pechos, suave, llegaba hasta su barriga estremecida por un semiorgasmo fetichista, suave, acariciaba con mi boca la endidura de una cueva de mar profunda y frondosa, áspera y gelatinosa. Su cuello era la inspiración de cualquier artista sin importar clase y orden. Su mirada era descanso. A mí me encantaba follar con ella, y a ella le gustaban mis dedos.

No existía mucha distancia de mi casa a la suya. Tanto oxígeno no era bueno para mí. Aturdido, enclaustrado, mis vértebras no dejaban expulsar ni una gota de él. Mis uñas estaban negras. Mi cerebro vacío. Mi cuchilla de afeitar en paro, y las letras ya no lograban sacar ni un pelo a la desesperación. A la derecha se encontraba su portal. Encendí un cigarro antes de subir, no quería infectar de humo su pequeño planeta. Su atmósfera, compuesta de inciensos marroquíes y extractos de metano de cualquier cocido, contrastaba con el rojo chillón de sus paredes. Sobre el techo una bombilla desnuda daba luz a los escasos metros de habitación. Una cama, una pequeña tabla de madera sostenida por dos caballetes de aluminio, una alfombra verde sobre el parqué, y discos compactos y de vinilo tirados por el suelo, eran el laboratorio en el que diluía la vida de Virginia.

Toqué dos veces a su interfono. Como de costumbre abrió sin mediar palabra. Sin más argumento, me introduje en el húmedo recibidor del edificio. No hizo falta llamar al ascensor, él mismo se había preocupado de hacer de guía en mi viaje cósmico. Señalé con mi dedo índice la dirección: el 5. Una luz amarilla se iluminó en él y las puertas se cerraron automáticamente. Siempre he odiado los ascensores. Me aburren si voy sólo, y me incomodan si alguien me acompaña. Creo que serían el mejor soporte para una buena campaña publicitaria de ámbito local. Mi pequeño paseo al espectro galáctico llegó a su fin. La salida abrió a la par, cada una a un lado, sin chirridos ni reproches, sin concesiones al tiempo ni a la espera. Lentamente, puse pie en un nuevo universo, en una llanura espacial separada años luz de la realidad. Torpemente, revisé la nueva tierra prometida. Talving Sing sonaba a lo lejos. Ella era el flautista y yo la rata que seguiría su sonido. El juego funcionaba, poco a poco, paso a paso, golpe a golpe, me acercaba hasta la comadreja. Una luz difusa se dejaba entrever en la pequeña ranura que siempre dejaba avisar su puerta. Mis manos apartaron firmemente cualquier escollo de madera del camino. Las sombras se pronunciaban, el Doctor Galigari había llegado para curar la plaga que corroía a la humanidad. La compleja sencillez, la diosa escurridiza de las manos de Newton, la belleza autiana estaba de espaldas a mí. Desnuda. Sencilla. Silenciosa.

Trilogía de hormigón más una: Un acordeón

Sus pies rozaban el suelo. Sus uñas asomaban a través de las agujereadas suelas de sus zapatos acariciando el tacto de la ciudad. Nadie como ellas daban cuenta de la suciedad de la calles, de los chicles aplastados en la acera, de las cagadas de los perros, de los vómitos de los borrachos. A su paso vidas automáticas en su engrasado mecanismo. De un lado a otro, sin sentido, sin destino aparente, sin sonido con el que armonizar su movimiento. Con la mirada perdida en los coches que pasaban en la avenida, rogaba tener fuerzas para soportar otro duro invierno. La colilla de su cigarro le advirtió que ya era hora de comenzar, y así levantó de la caja que protegía a su gastado acordeón. Esta reliquia del cuarenta heredada de su abuelo, que vivió días calurosos, tiempos de opulencia y felicidad de los que ahora sólo se podían redimir, hacia vibrar de melancolía al trasiego de la esquina de San Bernardo con Palma. El sonido de la ciudad como base a su melodía, la indiferencia el mejor aplauso a su actuación, y la música, de nuevo la música, la raíz que hacía que sus uñas se clavaran a la acera para buscar el profundo manantial de agua subterránea que le darían la vida. Como un baile ritual, sus manos acariciaban las teclas con la intensidad del amante explorador de una nueva conquista. Lentamente, sus dedos se dejaban llevar por un lujurioso pentagrama balcánico de memoria y pasión, de sed y de frío, de locura y deseo. Sus ojos se cerraron y el mundo seguía andando, el carnaval en una esquina de la ciudad, y en su máscara la felicidad de saber que su melodía nunca sonaría como antes.

24 de octubre de 2007

Trilogía de hormigón más una: Un café

Una soleada mañana de otoño entro con Elena a desayunar a la cafetería más cercana a la oficina. Apoyados en la barra, ella relee por encima las noticias del periódico gratuito, y yo dedico todo mi esfuerzo en mantener los párpados abiertos. -Lo mismo de siempre-, pronunciamos al unísono. El camarero llena de café el estirado mango de la máquina, y al instante dos cortados matutinos lloran su amargura en dos tazas. Entre el ajetreo del bar y el ensordecedor sonido de la cafetera, el teléfono de Elena resuena en su bolso. Sorprendida por lo prematura de la llamada, lo coge. Su expresión cambia conforme transcurre la conversación. Su cara se ilumina. Sus ojos dejan lagrimear su alegría. Cuelga, y no tarda en contarme el febril acontecimiento: su hermana está esperando su primer niño. Ya están los cafés. Remuevo el azúcar, mientras me cuenta los pormenores que ha sufrido en la fecundación. Llegan las tostadas, a la vez que los recuerdos conmovedores en las palabras de mi compañera. Al fondo, en la televisión, la actualidad anuncia la esperada pelea política por el cheque bebé, y los resultados de la jornada de fútbol. Parece que no hay tregua para disfrutar de una noticia única. En el bolsillo de mi pantalón vibra mi móvil, apuro el último suspiro del cortado, y atiendo a mi llamada. Me quedo mudo. No sé que decir. Una sonrisa tonta escapa de mi boca. Mi padre ha muerto. La vida se va en un café, y yo no tengo palabras para expresar mi dolor. Confuso, miro mi taza, aún quedan los posos que se ahogan entre la negrura del líquido. Vuelvo a sonreír, ahora sé que siempre sobreviven los recuerdos. Elena me pregunta si me pasa algo, y yo le digo que no. En la pantalla salen imágenes de la última patera que ha llegado a Almería. Hay muchos emigrantes. Todos parecen tener frío.

20 de octubre de 2007

El Regreso

Queridos amigos y amigas: Igual que el gran Raphael regresa a los escenarios, yo sigo sus huellas y vuelvo a esta tribuna de opinión con mi cabeza abierta, y mis cepillos de dientes afilados. Os espero a todos en este ciberespacio psicotrópico (y si quieren nos vemos el 1 de diembre en el Teatro Maestranza de Sevilla para ver a este pedazo de artista) .

Digan lo que digan...