24 de octubre de 2007

Trilogía de hormigón más una: Un café

Una soleada mañana de otoño entro con Elena a desayunar a la cafetería más cercana a la oficina. Apoyados en la barra, ella relee por encima las noticias del periódico gratuito, y yo dedico todo mi esfuerzo en mantener los párpados abiertos. -Lo mismo de siempre-, pronunciamos al unísono. El camarero llena de café el estirado mango de la máquina, y al instante dos cortados matutinos lloran su amargura en dos tazas. Entre el ajetreo del bar y el ensordecedor sonido de la cafetera, el teléfono de Elena resuena en su bolso. Sorprendida por lo prematura de la llamada, lo coge. Su expresión cambia conforme transcurre la conversación. Su cara se ilumina. Sus ojos dejan lagrimear su alegría. Cuelga, y no tarda en contarme el febril acontecimiento: su hermana está esperando su primer niño. Ya están los cafés. Remuevo el azúcar, mientras me cuenta los pormenores que ha sufrido en la fecundación. Llegan las tostadas, a la vez que los recuerdos conmovedores en las palabras de mi compañera. Al fondo, en la televisión, la actualidad anuncia la esperada pelea política por el cheque bebé, y los resultados de la jornada de fútbol. Parece que no hay tregua para disfrutar de una noticia única. En el bolsillo de mi pantalón vibra mi móvil, apuro el último suspiro del cortado, y atiendo a mi llamada. Me quedo mudo. No sé que decir. Una sonrisa tonta escapa de mi boca. Mi padre ha muerto. La vida se va en un café, y yo no tengo palabras para expresar mi dolor. Confuso, miro mi taza, aún quedan los posos que se ahogan entre la negrura del líquido. Vuelvo a sonreír, ahora sé que siempre sobreviven los recuerdos. Elena me pregunta si me pasa algo, y yo le digo que no. En la pantalla salen imágenes de la última patera que ha llegado a Almería. Hay muchos emigrantes. Todos parecen tener frío.

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