26 de octubre de 2007

Trilogía de hormigón más una: Una llamada

Justo en aquel momento sonó el teléfono. Virginia. Quería verme, o lo que era lo mismo, quería desahogar toda su presión en mí, o lo que se interpretaba también como una tarde salvaje de sexo. Acepté sin ningún reproche. Me gustaban aquellos encuentros. Desnudos, piel contra piel, hablábamos sobre utopías y problemas existenciales. A ella le gustaba follar conmigo y a mí me encantaba su ombligo. Sus pies, redondos y pequeños, eran cepillos de dientes en sus puntas. Su vagina era débil y delicada, lo que hacia del coito una mezcla amarga y placentera. La maraña de su pelo se enredaba en mi mano, primero por la cabeza, suave, descendían mis dedos hasta sus diminutos pechos, suave, llegaba hasta su barriga estremecida por un semiorgasmo fetichista, suave, acariciaba con mi boca la endidura de una cueva de mar profunda y frondosa, áspera y gelatinosa. Su cuello era la inspiración de cualquier artista sin importar clase y orden. Su mirada era descanso. A mí me encantaba follar con ella, y a ella le gustaban mis dedos.

No existía mucha distancia de mi casa a la suya. Tanto oxígeno no era bueno para mí. Aturdido, enclaustrado, mis vértebras no dejaban expulsar ni una gota de él. Mis uñas estaban negras. Mi cerebro vacío. Mi cuchilla de afeitar en paro, y las letras ya no lograban sacar ni un pelo a la desesperación. A la derecha se encontraba su portal. Encendí un cigarro antes de subir, no quería infectar de humo su pequeño planeta. Su atmósfera, compuesta de inciensos marroquíes y extractos de metano de cualquier cocido, contrastaba con el rojo chillón de sus paredes. Sobre el techo una bombilla desnuda daba luz a los escasos metros de habitación. Una cama, una pequeña tabla de madera sostenida por dos caballetes de aluminio, una alfombra verde sobre el parqué, y discos compactos y de vinilo tirados por el suelo, eran el laboratorio en el que diluía la vida de Virginia.

Toqué dos veces a su interfono. Como de costumbre abrió sin mediar palabra. Sin más argumento, me introduje en el húmedo recibidor del edificio. No hizo falta llamar al ascensor, él mismo se había preocupado de hacer de guía en mi viaje cósmico. Señalé con mi dedo índice la dirección: el 5. Una luz amarilla se iluminó en él y las puertas se cerraron automáticamente. Siempre he odiado los ascensores. Me aburren si voy sólo, y me incomodan si alguien me acompaña. Creo que serían el mejor soporte para una buena campaña publicitaria de ámbito local. Mi pequeño paseo al espectro galáctico llegó a su fin. La salida abrió a la par, cada una a un lado, sin chirridos ni reproches, sin concesiones al tiempo ni a la espera. Lentamente, puse pie en un nuevo universo, en una llanura espacial separada años luz de la realidad. Torpemente, revisé la nueva tierra prometida. Talving Sing sonaba a lo lejos. Ella era el flautista y yo la rata que seguiría su sonido. El juego funcionaba, poco a poco, paso a paso, golpe a golpe, me acercaba hasta la comadreja. Una luz difusa se dejaba entrever en la pequeña ranura que siempre dejaba avisar su puerta. Mis manos apartaron firmemente cualquier escollo de madera del camino. Las sombras se pronunciaban, el Doctor Galigari había llegado para curar la plaga que corroía a la humanidad. La compleja sencillez, la diosa escurridiza de las manos de Newton, la belleza autiana estaba de espaldas a mí. Desnuda. Sencilla. Silenciosa.

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